Asuntos Socio Políticos
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San Juan Bosco sobre la causa de la revolución

Prof. Plinio Correa de Oliveira
Hojeando los escritos de San Juan Bosco, me encontré con la siguiente observación curiosa:

Sólo diré una cosa sobre los chicos malos, que puede parecer improbable pero que sucede exactamente como lo voy a describir.

Un chico malo siempre encontrará a otro,
dice San Juan Bosco

Digamos que entre los 500 alumnos de una escuela hay uno que lleva una vida depravada. Un día llega un nuevo alumno que también está viciado. Ambos proceden de distintas regiones y provincias, e incluso tienen distintas nacionalidades. Están en clases distintas y en lugares distintos; nunca se han visto ni se conocen.

Pues bien, a pesar de todo esto, al segundo día o quizá a las pocas horas de su llegada, los veréis a ambos juntos durante el recreo. Parece que un espíritu maligno permite a uno descubrir al otro afectado por el mismo vicio, como si un imán diabólico los hubiera atraído para entablar una íntima amistad. El dicho "Dios los cría y ellos se juntan" es una manera fácil de detectar a las ovejas sarnosas antes de que se conviertan en lobos rapaces. (Biografía SDB– BAC, Madrid, 1955, pp. 457-)


El testimonio de un observador tan veraz, experimentado y competente en materia pedagógica no puede ponerse en duda.

Este testimonio presenta un hecho que no es difícil de observar, incluso entre los adultos, tanto en episodios rutinarios de la vida cotidiana como en grandes acontecimientos históricos. Cuando el mal alcanza cierto nivel de profundidad en las almas, esas personas están dotadas de una agudeza de visión que les permite, a través de signos que podrían parecer insignificantes para otros, reconocer de lejos a los de mentalidad similar.

San Juan Bosco, agudo observador de la juventud a la que dedicó su vida para formar

Esta agudeza de visión va acompañada de otra particularidad: una atracción recíproca que los une rápidamente en una íntima convivencia, a pesar de las múltiples circunstancias que los pueden separar, como las diferencias de país, de edad, etc. Es fácil ver cómo las personas que se juntan así dan lugar naturalmente a un grupo e incluso a una corriente, que funciona como un tumor que destila su veneno.

1. La unión acentúa las características: En la intimidad del grupo, a través de la emulación recíproca, se forma un ambiente diametralmente opuesto al ambiente general en el que se encuentran.

2. La acentuación de las características engendra odio: Estas diferencias engendran necesariamente antipatía, roces y odio hacia la mayoría. Tal odio puede permanecer oculto por razones de conveniencia, pero en algunos casos (no siempre) la propia necesidad de permanecer en silencio aumentará su virulencia.

3. Este odio incita a la lucha: Es una consecuencia inevitable. Quien se encuentra en un ambiente malo lucha por cambiarlo. Y, cuando se encuentra con obstáculos, lucha por eliminarlos. Si estos obstáculos no pueden eliminarse pasivamente, dan paso a la lucha.

4. La lucha conduce al proselitismo y a los esfuerzos conjuntos: Es natural que un núcleo de personas malvadas no sólo atraiga a sus congéneres mediante la fuerza del magnetismo, tan acertadamente descrito por San Juan Bosco, sino que también, debido a la tendencia a la expansión inherente a todo, así como a la necesidad de reclutar soldados para la lucha, ese núcleo tratará de aumentar su número de adeptos. Este esfuerzo conjunto resulta de una exigencia natural, que no necesita explicación.

Ceremonia de iniciación de un masón con su programa oculto para destruir el orden católico

5. Cuando estos esfuerzos conjuntos se hacen permanentes, surge una organización: Esto también es evidente. Elementos permanentemente unidos entre sí por una profunda afinidad de mentalidad, los mismos objetivos y un profundo esfuerzo conjunto desarrollarán pronto un sistema ideológico, un plan y una metodología de acción común, y formarán un órgano de gobierno.

En ese momento se traza el camino, que va desde el simple hecho de la existencia de algunos “malos” que se reconocen y entran en contacto, hasta la formación de una asociación. Sea oculta como la masonería, semioculta como el jansenismo o el modernismo, o abierta como el luteranismo o el comunismo, esta asociación se propone luchar en todos los terrenos –ideológico, artístico, político, social, económico, etc.– para alcanzar sus objetivos. En una palabra, hace una revolución.

Odio al bien

La fuerza motriz de toda esta sucesión de fenómenos es el odio al bien, engendrado por la perversión cuando alcanza un cierto nivel de profundidad.

Insisto en esta afirmación. Sé que cuando la perversión alcanza tal profundidad, despierta esa misteriosa capacidad de detección y atracción mutua, que describe San Juan Bosco, y que constituye el punto de partida inicial de toda revolución organizada.

Un gran número de personas simpatizan con el bien; si cometen un pecado, lo hacen con vergüenza y tristeza. De personas así, mientras la moral no decaiga demasiado, no hay que temer una conspiración. En otros, la perversión ataca tan profundamente la humildad que provoca una indiferencia cínica hacia el pecado, e incluso una rebelión contra el bien y los buenos.

Lamentablemente el hombre es plenamente capaz de odiar el bien: Caín mató a Abel porque tenía celos de su bondad.

No hay que decir que el ser racional sea incapaz de odiar al bien. Recordemos de paso que, si así fuera, los ángeles malos no habrían odiado a Dios, que es el Bien supremo. Sin embargo, tal aversión puede consistir simplemente en una antipatía. Ésta puede engendrar malentendidos, fricciones e incidentes sin dar lugar a una conspiración o a una pelea. Pero también hay casos que demuestran un estado de ánimo mucho más agresivo: un ejemplo característico de esto sería el odio de Caín a Abel. Y más aún, el odio del Sanedrín contra Nuestro Señor.

Vayamos a un ejemplo contemporáneo. Recuerdo una noticia que leí recientemente sobre un grupo de chicas que atacaron a una joven compañera de clase, dejándola en un estado físico deplorable. Al ser interrogados por la policía, los delincuentes declararon que no tenían ningún agravio personal contra la víctima. La única razón de su acción agresiva fue que esta compañera de clase era tan ejemplar en sus estudios, comportamiento y vestimenta que el mero hecho de su existencia se volvió insoportable para los atacantes.

Si imaginamos este estado de ánimo no en escolares irreflexivos, sino en personas equilibradas, reflexivas y tenaces, habremos descubierto lo que puede dar lugar a una asociación poderosa y peligrosa que podría provocar el fin de una era histórica.

Casi todas estas consideraciones son bien conocidas, al menos cuando se analizan individualmente. Pero, en general, aparecen como casos confusos y aislados para la mayoría de las personas. Cuando se exponen y se exponen en un cuerpo de doctrinas y observaciones, señalando los rasgos comunes y unificados, vislumbramos algo nuevo. Examinemos en qué consiste realmente ese algo.

La simpatía y connivencia de los moderados

De lo que hemos visto hasta ahora, se han puesto de manifiesto dos aspectos del mal: uno engendra la Revolución; el otro, en presencia del fenómeno de la Revolución, apoya esa acción aunque en menor medida.

Por el mismo principio de atracción del mal hacia el mal –simile simili gaudet (lo semejante goza de lo semejante)–, que es la explicación profunda del fenómeno observado tan agudamente por San Juan Bosco, se puede inferir que el mal más sutil es atraído, hipnotizado y dominado por el mal más intenso. Esto explica por qué las corrientes moderadas de la Revolución nunca luchan seria y duraderamente contra las corrientes extremas.

Los girondinos moderados, que deberían haber ayudado a la contrarrevolución, son enviados a la guillotina por la facción radical jacobina a la que ayudaron.

Frente a la Revolución, los girondinos en el siglo XVIII, los partidarios de la monarquía parlamentaria inglesa en el siglo XIX, los partidarios de Kerenski en el siglo XX, siempre acabaron cediendo ante las corrientes radicales, incluso cuando luchaban con las armas en la mano contra ellas y las derrotaban temporalmente. Así, la burguesía francesa derrotó a la Comuna de París y, en apariencia, levantó un dique contra la Revolución. Pero, una vez tomada la posición del poder, esta misma burguesía favoreció el desarrollo del proceso revolucionario. Además, ante la Revolución y la Contrarrevolución, los revolucionarios moderados fluctúan, llegando generalmente a compromisos absurdos. Pero, en última instancia, favorecen sistemáticamente la Revolución frente a la Contrarrevolución.

¿Cómo explicar esto, cuando tan a menudo los intereses económicos más elevados y evidentes, las distinciones más honorables, la formación tradicional más profunda, los motivos más inmediatos y tiernos de parentesco y amistad, han llevado a los “moderados” a aliarse con la Contrarrevolución? ¿Cuántos hombres de talento había en las filas de los “moderados” que tenían todos los recursos intelectuales para ver que sus perpetuas capitulaciones los arrastraban a ellos y a sus descendientes al abismo, y sin embargo cedían sistemáticamente, como fatalmente fascinados por ese abismo?

Responder a esta pregunta es explicar la causa más esencial de las victorias sistemáticas de los extremistas en los procesos revolucionarios, ya que siempre –o casi siempre– son pocos en número, poco brillantes y carentes de recursos financieros. Sus victorias, en la mayoría de los casos, se debieron a la timidez, ceguera, debilidad y resignación de los “moderados”, que eran generalmente ricos, influyentes, numerosos e invariablemente a su disposición, prefiriendo cualquier cosa antes que apoyar seriamente a las huestes de la Contrarrevolución, en general también pocas en número, pobres, etc.

Sin duda, la inercia y el miedo son características de las clases ricas, y explican parcialmente este fenómeno. Sin embargo, no lo explican todo. Por un lado, no todas las clases ricas son vacilantes y temerosas. Por ejemplo, la nobleza europea no sufrió de este defecto durante las Cruzadas y la Reconquista. Más bien, son las élites decadentes las que padecen esta enfermedad.

Antipatía hacia la contrarrevolución

Pero el miedo de las élites decadentes tampoco lo explica todo. Es evidente que, si bien por un lado tienen miedo al extremismo revolucionario, al mismo tiempo expresan ideas fugaces e involuntarias de simpatía hacia el extremismo revolucionario. Por otro lado, en relación con el radicalismo contrarrevolucionario no manifiestan miedo, sino más bien una antipatía sistemática y mal disimulada. Esta simpatía y antipatía, tan estable e impulsiva, necesariamente desempeña un papel que no debe subestimarse al considerar la actitud de los revolucionarios “moderados”.

Los Cristeros, ejemplo del bien que provocó el odio de los malos; abajo, el mártir P. Miguel Pro

¿Cómo se explica esta simpatía? ¿Cuál es su causa? Los “moderados”, aparentemente tan apegados al dinero, a la salud y a los placeres del espíritu revolucionario, sólo temen algunos contagios. ¿Son, en este caso, “idealistas” abnegados –en el mal sentido de la palabra, por supuesto? Aparentemente no. Pero los hechos, observados atentamente, muestran que en cierto modo lo son, y que este “idealismo” desempeña un papel profundo en su psicología y en sus acciones. ¿En qué sentido?

El espíritu revolucionario constituye una grave deformación doctrinal y moral, aunque coexista en muchos casos con costumbres incontaminadas y una indiscutible probidad en los negocios. En la encíclica Pascendi, San Pío X señaló este punto a propósito de los modernistas.

Quien tiene este espíritu, aunque sea sólo por participación, se incorpora a la misteriosa dinámica del mal
, descrita por San Juan Bosco. Aunque el espíritu revolucionario en su forma moderada no suscite esa capacidad de conocimiento mutuo y de articulación dinámica, produce un fenómeno análogo, pero más débil. Este fenómeno es una antipatía profunda, aunque discreta y sutil, contra todo lo que se oponga a la Revolución.

Esta antipatía hace que el moderado discierna, rechace e incluso se vuelva hostil a cualquier manifestación del espíritu contrarrevolucionario. Por eso acepta pasivamente el sacrificio de sus propios intereses en aras de la Revolución, y tal vez hasta encuentre consuelo en ello, por la sencilla razón de que su profunda antipatía hacia la Contrarrevolución se satisface con el progreso de la Revolución.

Este hecho es asombroso. Sería difícil creerlo si no fuera tan patente en todo el mundo. Cuántos grupos aristocráticos o burgueses, destruidos y expulsados ​​por la Revolución, se niegan a dar ningún combate y viven resignados, casi felices, en una situación oscura y casi proletaria, perfectamente integrados en el mundo revolucionario del que fueron víctimas.

Al escribir esto, pienso en numerosos exiliados rusos, y más particularmente en tanto clero cismático, a quienes no les importa nada más que algún compromiso con el comunismo. ¿Desaliento? En parte, sí. Pero un desaliento sin rencor, casi alegre, en el que se ve claramente la sonrisa de una simpatía secreta, tal vez incluso subconsciente, hacia esa Revolución. De ahí se desprende claramente que no son los intereses personales los que dirigen la Historia, y que la Historia no es ante todo un conflicto de intereses, sino de principios, una lucha entre la verdad y el error, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.

El papel del diablo

¿Cuál es el papel del diablo en esta lucha? O, al menos, ¿cuál es su acción en el fenómeno descrito por san Juan Bosco?

En el texto citado, el santo admite claramente como plausible la acción sobrenatural. Por nuestra parte, estamos convencidos de que esta acción es inmensa. Pero este aspecto del problema no forma parte del tema de este artículo, en el que hemos querido esbozar brevemente los contornos psicológicos del orden natural, que opera por sí mismo, pero sobre el cual el diablo puede tener influencia y actuar con frecuencia y terrible eficacia para hacer de los hombres instrumentos y víctimas de la Revolución, de la que el diablo fue el primer instigador y sigue siendo el factor principal.

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Publicado el 28 de enero de 2025

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